martes, 4 de septiembre de 2012

Una disertación sobre el arte contemporáneo: Ensayo final


Ensayo final: Una disertación sobre el arte contemporáneo
Academia de San Carlos, UNAM
Programa de Maestría en Artes y Diseño, 2012-2                                       
Mtra. Laura Alicia Corona                                                     



   Me defino como ilustrador -el profesional entre el arte, la filosofía y la ciencia-, por lo que mi universo no es sólo el de las teorías sino también el de la praxis; todo artista, sin importar su disciplina, expone su visión sobre el arte al producir alguna obra, explicita lo que debe ser el arte; así, el objetivo de estas reflexiones es comenzar a darle una forma definida a lo que significa esa idea para mí y hacerla comprensible al resto del mundo.

   Hay una confusión que lo explica todo: el no ser capaces de distinguir la historia del arte -de las artes plásticas en este caso- de la historia de las imágenes, diferencia ontológica fundamental -todo arte plástico es imagen, pero no toda imagen es arte plástico-, es lo que nos hace confundir al excremento enlatado, costales de sal o autobuses intervenidos como arte cuando no son más que imágenes, quién sabe de qué tipo, ya sea con alguna clase de conceptualización, abstracción u originalidad, pero no arte -salvo en el mundo institucional, en el que la legitimidad para el arte responde más a criterios e intereses extra artísticos y estéticos, como los políticos, económicos o ideológicos-.

   De alguna forma, después del fin de las vanguardias a mediados del siglo XX, la historia de las artes plásticas se detuvo; comenzaron a producirse imágenes que nada más tenían que aportar a esta historia; siguen dando testimonio de su tiempo, pero esas obras fuera de la historia del arte han caído en un caos en el que los valores estéticos ya no son distinguibles. La historia del Arte sólo puede estar compuesta por los grandes momentos, los que entrañan la sabiduría existencial, los descubrimientos de nuevos planos sobre la experiencia humana en los que el artista busca los valores que aspiran a ser objetivos. La historia de las imágenes funciona con otra ética, la memoria de archivero, donde todo se organiza según la letra de su nombre y la ausencia de valores objetivos coloca a toda imagen en el mismo plano.

   Después de que Marcel Duchamp sumiera en una crisis al objeto artístico -la primer laceración ontológica para las artes visuales fue la aparición de la fotografía- este no se volvió a recuperar; las distintas heridas que continuó recibiendo este objeto, dependiendo de la perspectiva desde la cual es comprendido, como las miradas antropológica, filosófica, económica o política, sólo se sumaron a esos primeros desgarros. Entonces el arte posmoderno, ¿puede ser juzgado bajo el rasero del arte moderno -del Renacimiento hasta las vanguardias-? ¿Requiere nuevos valores que lo justifiquen? ¿A la luz de qué tradiciones o disciplinas debe ser observado este arte? ¿O es un arte ahistórico? ¿Es un arte inculpabilizable de nacimiento? ¿No se le debería exigir la misma profundidad o calidad en la idea detrás de la obra y en la obra misma como objeto o acto producido?

   En el caso de México, como en el resto de los países de la periferia, los artistas se ven envueltos en la polémica de nacionalismo versus cosmopolitanismo -que incluye a los románticos, los realistas, los naturalistas, los modernistas, los indigenistas, los criollistas y los vanguardistas entre otras múltiples identidades creativas-: los nacionalistas dedican su trabajo al pueblo del que emergen, o entregan su trabajo al Estado, o al proyecto de país que este propone, o simplemente son absorbidos, cooptados y resignificados por este para legitimarlo; los cosmopolitas en cambio se reconocen en la influencia de las grandes metrópolis europeas y norteamericanas, se declaran herederos de las tradiciones occidentales; cada uno significa una afrenta para el otro, olvidando que esta clase de tensiones dialécticas son las que motivan el desarrollo de la historia del arte.

   Reflexionar sobre la idea del arte en estos tiempos no es una actividad ociosa ya que ante la crisis de “humanidad” que padecemos como sociedad replantearse esta humanidad y convertirla el eje de las acciones humanas se ha vuelto el deber que nos corresponde como generación, y olvidando el “compromiso  social”, ¿no sería entonces nuestra responsabilidad como estudiantes de maestría tomar una posición y decir porqué esto sí es arte y porqué esto no lo es? ¿No es acaso el volver a dar sentido al caos que rige la obligación que impone nuestro tiempo?, lo contrario es viajar con el sentido de la corriente, que ya sabemos conduce al mar de la esterilidad. No se puede pasar por alto la importancia del lado espiritual del arte, aquel que todos somos capaces de intuir y que nos ha hecho escuchar tantas veces de eso te vas a morir de hambre; pretender marginarlo es negar su lado más significativo, el que le permite a cada uno reconocerse de la misma humanidad compartida con el resto de los hombres de todos los tiempos y lugares.

   Esta ausencia de claridad en la comprensión de los valores objetivos del arte puede explicarse desde la perspectiva nietzschiana sobre la muerte de Dios. Esta muerte sólo significa el fin de los valores absolutos -ya sean de carácter moral, epistemológico, y sobre todo trascendentes- representada por las ideologías metafísicas, es decir, por las religiones, sustituida la fe por la razón desde el Renacimiento, a partir de las revoluciones epistémicas de la filosofía y la ciencia: por un lado Descartes declara al Yo como el sujeto de la razón, y que el conocimiento debe pasar por los sentidos, pero al ser estos limitados requieren del análisis metódico de la razón para que el conocimiento pueda ser confiable, actitud sintetizada en su frase cogito, ergo sum; y Galileo mediante sus observaciones astronómicas, mientras perfeccionaba el primer telescopio, desarrolló una teoría cosmológica que indicaba que la tierra era redonda en vez de plana y que no era el centro del universo como declaraba el dogma cristiano.

   Nietzsche menciona a las cuatro clases de hombres que siguen a esa muerte: “el último de los hombres”, que es el hombre que al no encontrar un objetivo trascendente decide dedicar su vida a la búsqueda de la felicidad personal; “el hombre nihilista”, que al saber que no hay consecuencias para sus actos y que no hay juicio final con su respectivo premio o castigo, despliega todo su poder para conseguir sus objetivos y el resto de los humanos sólo le significan un apoyo o un obstáculo para conseguir sus metas; “el hombre superior” que aun conociendo la inexistencia de los valores trascendentes actúa como si estos existieran; y finalmente “el superhombre”, que viendo a su propia muerte como el límite de su ser, asume una actitud trascendente y con su voluntad decide imprimir su forma a la inmanencia.

   ¿Es posible hacer una interpretación sobre el arte contemporáneo desde esta postura filosófica? Hagamos el intento: Desde el Renacimiento la virtud técnica ocupó uno de los lugares centrales en los valores artísticos, las academias o los clasicismos son incomprensibles al margen de esta idea. Las vanguardias artísticas también son inexplicables sin la idea de progreso, que las vinculaba a las revoluciones sociales de los siglos XIX y XX, en los que el futuro terminaría por reconocerlos en la historia del arte, buscando la congruencia entre los principios y las acciones. Son claros los valores trascendentes que dan  sentido a su actividad; esto lo explica Juan Acha  al identificar a “la creación valiosa, como ideal máximo de las artes”.

   Sin salirse de las fronteras ambiguas que separa a las artes visuales del resto de las disciplinas artísticas, ¿qué podemos decir de los artistas contemporáneos, qué le da sentido a su producción? ¿Es el artista víctima de las circunstancias que lo obligan a postrarse a los imperativos del mercado? O por el contrario, al carecer de un objetivo trascendente este se conduce por los vericuetos de la superficialidad, ya que le queda bastante claro que los efectismos con la etiqueta de arte se han convertido en una trampa para bobos -el mercado, el público, la crítica, las instituciones y uno que otro artista despistado-: en un mundo sin valores comunes los arribistas inconscientes se encuentran cómodos, su libertad consiste en la ausencia de imperativos morales.

   Todo arte se debe interpretar en la luz que proyecta la historia de cada disciplina, pero también en comparación con los distintos aportes que hacen las disciplinas artísticas; después los ready mades, los happenings, en fin, los distintos movimientos de ruptura de los 60’s y 70’s, ¿ha habido alguna clase de aportación a la historia del arte?, ¿se puede decir que la historia del arte, de alguna forma, está siendo liderada por otras disciplinas como la literatura o la música o el cine? ¿O las artes masivas han desplazado a las artes académicas y populares? ¿Es la mediación, en la que los usuarios de la tecnología digital son capaces de reconfigurar y construir sus propios discursos por la simplicidad de las interfaces, la forma de creación y producción que rige el sentido actual, en casos como la apropiación o la intervención? Es demasiado pronto y breve el espacio para sugerir una respuesta que me satisfaga, pero la duda ahí queda.

   Aquellos que consideran que el proceso creativo es lo importante en el arte contemporáneo, subestimando el resto de sus aspectos, ¿por qué no voltean a la filosofía o a la ciencia -actividades cognitivas y creativas que gozan de la misma dignidad y superioridad que el arte-? ¿O es que requieren de un trabajo más metódico, serio y profundo al que suelen estar acostumbrados los artistas visuales, y prefieren encontrar alguna clase de reconocimiento por vías no tan difíciles, en los que el estudio y el trabajo han sido sustituidos por una supuesta genialidad o eruditismo? ¿No tienen más qué decir el psicoanálisis o la sociología sobre las relaciones escatológicas que ha desarrollado el hombre actual con la sociedad y sus injustas dinámicas económicas que una lata de excremento exhibida en un museo o resguardada en una colección privada? ¿Es aceptable que lo malhecho sea visto como un valor?, ¿no son acaso las producciones contemporáneas formas vaciadas de espíritu, repeticiones inútiles que no extienden la conquista del ser? ¿En un contexto actual, en el que el país se ha envuelto en una guerra inútil, tiene sentido buscar el “escándalo” en el arte?

   ¿En cuántas propuestas encontramos la voluntad de hacer algo superior¸ digno de ser agregado en la historia del arte? Así, proponiendo una conclusión, es que mientras que cualquier trabajador mediano es bueno para su profesión -un plomero medio es bueno para arreglar casi cualquier desperfecto- un artista mediano, que sólo produce imágenes fuera de la historia el arte, contribuye a la confusión al no intentar proponer valores objetivos para ser sumados a esa historia. ¿Si las obras de arte actuales supuestamente requieren de un alto compromiso intelectual o espiritual con el espectador, no vuelven éstas a adquirir el carácter mágico-religioso ancestral premoderno? Y si detrás de las artes plásticas radican los valores pedagógicos y apodícticos modernos, en vez de los relativos y complejos posmodernos ¿esto no significa que el mundo, de momento, ya no es el de la pintura y el de la escultura, y que por ello su historia debe detenerse temporalmente?

   Esta idea no hace más que lastimar mi espíritu, y es que si en el mundo ya no hay espacio para cierta forma de arte significa que hemos perdido algo de nuestra humanidad. Con la “muerte” de la poesía -o al menos de alguna forma de ella, esa que fue la gloria del arte moderno, de Baudelaire a Rubén Darío, de Whitman a Maiakovski- y la muerte del arte -siempre entendida como de las artes plásticas-, se ha perdido también la capacidad de apreciar la belleza: en estos días hablar de lo bello parece fuera de moda; perder la habilidad de producir y distinguir lo bello es una derrota cultural, una de las grandes tragedias del periodo de entre siglos. Así, la belleza ha sido expoliada de la realidad, solemos ningunearla y confundirla o reemplazarla con lo “bonito”, eso que no requiere de ningún esfuerzo para ser asimilado y consumido, que oscila entre la cursilería ridícula, la sexualidad barata y el kitsch reiterativo.

   Por fortuna la última palabra aun no está dicha para la historia de las artes visuales: con la todavía reciente incorporación de la tecnología digital en la vida humana se comienzan a vislumbrar algunas de las nuevas posibilidades para la mayoría de las disciplinas artísticas: seguramente la música digital, con todas las virtualidades que encierra esa tecnología, habrá de producir obras de originalidad inaudita e inesperada -ideas comprensibles desde las composiciones de John Cage, quien entiende a la perfección las preguntas fundamentales del arte de la música, ¿qué es lo que distingue a la música del ruido y al sonido del silencio?-; lo mismo puede esperarse de la pintura y de la escultura, que incorporan las nuevas técnicas, lenguajes y herramientas de la computadora a los procedimientos tradicionales, lo que generará el desarrollo de un neo-renacimiento artístico -con sus respectivas revoluciones filosófica y científica-: curiosamente la aspiración del arte modernista, pleno de optimismo e ingenuidad, de iniciar un viaje sin fin, terminará por realizarse en el arte contemporáneo y del futuro con la incorporación absoluta de la tecnología digital en la vida del hombre nihilista posmoderno.


Bibliografía:

Danto, Arthur: La transfiguración del lugar común: una filosofía del arte. Paidós, Argentina, 2002.
Kundera, Milan: Los testamentos traicionados. Tusquets, Barcelona, 2007.
Lyotard, Jean François: La condición postmoderna: informe sobre el saber. Cathedra, Madrid, 1989.
Nietzsche, Fredrich: Así habló Zaratustra. Edimat, Barcelona, 1998.